miércoles, 29 de agosto de 2012

Si Dios habita en nosotros, .........



Mi alma y el alma de mi prójimo es una capilla de la Santísima Trinidad, bien sea por la realidad o bien por el destino. Por eso, la ley de la trascendencia de todos los seres en dirección a Dios debería convertirse en norma de toda nuestra vida.

Si Cristo vive en nosotros, deberíamos demostrar que Cristo obra en nosotros un heroico amor al prójimo. Significa educarnos en el estilo de vida de Cristo, en la forma de vida de Cristo; significa ver a Cristo no sólo como meta e ideal, no sólo como fuente de fuerza, sino dejar que Él se convierta en nuestro estilo de vida. Ciertamente, esto requiere una decisión heroica.

Si veo en el prójimo al Cristo misterioso, al Cristo encarnado, entonces es cuando adquiere todo su sentido mi paternidad y mi maternidad. Entonces ya no es un miembro que sirve a otro miembro, sino que todo se convierte; toda la paternidad y maternidad se convierten en un servicio al Cristo encarnado en el prójimo. Aprendamos a pensar sobrenaturalmente, entonces habremos unido lo natural con lo sobrenatural.

¿Cómo debemos ver a nuestros compañeros, a nuestros hijos? Si les vemos y entendemos correctamente de manera sobrenatural, si nos hemos tomado en serio nuestra educación, entonces todos juntos estaremos habitados por Dios. Todos juntos irradiaremos el santuario del corazón. Todos juntos inspiraremos un gran respeto: respeto del cuerpo, respeto de la originalidad de cada ser donde Dios habita cada alma individualmente.

Donde quiera que exista una casa de Dios, donde quiera que exista un templo, donde esté una capilla de la Santísima Trinidad, donde habite Dios, allí estará la luz eterna. Así son los ojos claros y brillantes de nuestros hijos. Por eso nos profesamos este profundo respeto, los unos a los otros, aunque vivamos diariamente juntos y conozcamos nuestras debilidades cotidianas.

Si somos conscientes de que Dios habita en nosotros, nuestra relación con los demás tiene una gran meta: educar a nuestros hijos y a los que nos son encomendados como hijos de Dios. Para ello podemos sacrificarnos, para ello podemos verter la riqueza de nuestra paternidad y de nuestra maternidad.

(
Tomado de “Mi corazón tu santuario”, Editorial Schoenstatt, Santiago de Chile)

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