miércoles, 24 de abril de 2013

Ocupación predilecta de Dios



Dios ha trazado un plan, no sólo para el mundo, sino también un plan particular para mi propia vida. Tengamos la más plena convicción de ello. ¿Quién diseñó este plan? No sólo la sabiduría y la omnipotencia de Dios, sino también el amor de Dios. Vale decir entonces que es un plan de sabiduría, de omnipotencia y, sobre todo, de amor.

Escuchen con mucha atención: mi vida obedece… ¡a un plan de amor! Es verdad. ¿Y qué quiere decir eso? Si nos afirmamos con ambos pies, con todo nuestro ser, sobre el siguiente fundamento: "Mi vida obedece a un plan de amor de Dios", nos sentiremos siempre seguros, incluso en las horas en las que no sepamos qué hacer, porque en cada circunstancia tomaremos conciencia de que existe para nosotros ese plan de amor. Sé, entonces, que en ese plan de amor está previsto tal o cual sufrimiento.

Ser hijos de la divina Providencia significa estar fundados sobre ese cimiento, que nos hace decir que todo lo que nos suceda en la vida —alegrías, dolores, decepciones— es parte esencial del plan de omnipotencia, sabiduría y amor de Dios. En todas las situaciones que deba enfrentar, el hijo de la divina Providencia se sabe hijo predilecto de Dios. Porque no se trata de que Dios se haya dormido. No, más bien es precisamente en esos momentos cuando él está dedicado por entero a mí ¡con cuánto cuidado sostiene entonces los hilos de mi vida en su mano!

Soy la ocupación predilecta de Dios y Dios es mi ocupación personal predilecta. Esto es lo que significa ser, en la práctica, hijos de la divina Providencia. Si quieren, pueden verter este pensamiento en otros términos: una filialidad sencilla es parte esencial de nuestra estructura, de nuestra espiritualidad. No en vano hemos hablado sobre la genialidad de la ingenuidad. Ingenuidad no es primitivismo. Ingenuidad es filialidad, es espíritu de filialidad, espíritu providencialista. (…)

Tomemos un ejemplo del tiempo de la posguerra. Lo tengo siempre presente en la memoria porque es un caso muy claro. Después de la guerra reinaba por doquier una gran escasez de viviendas. Pues bien, en algún lugar del norte de Alemania, cerca de Colonia, vivía un joven hombre de negocios. Estaba casado y Dios le había concedido el don de un hijo. Pero la familia vivía hacinada en un cuarto. Aquel hombre tenía que realizar mucho trabajo de escritorio. Ustedes se pueden imaginar entonces el cuadro: la madre cocinando, el niño berreando, el padre tratando de cumplir con su trabajo. ¿La consecuencia? El hombre enfermó de los nervios. La pobre mujer sufría mucho por ello. Pero como era una persona muy sensata, le dijo un día: "Tienes que ir al médico". Su esposo rechazó la sugerencia, pero al final fue efectivamente al médico. Al volver al cuarto, la escena no había cambiado: el niño seguía berreando y la mujer preparando la comida. Pero el padre estaba como transformado. Armándose de valor, su esposa le preguntó entonces: "¿Qué te dijo el médico?" A lo cual él le respondió: "¡Que nos alegremos de que nuestro hijo berree tanto: es señal de que tendremos un hijo sano que perpetuará nuestro apellido!"

Hay mucha sabiduría de vida en estas palabras. Actúen enfocando todo desde el punto de vista religioso: hacer objeto de nuestra alegría todo lo que nos cueste. De esa manera le quitarán su "aguijón" a las cosas. ¿Qué habremos de querer? Lo que Dios quiera. Pero ésa no es aún la cumbre. Más bien hay que decirse: lo que Dios quiere es exactamente lo que yo quería. (…..)

Mediten sobre todas las cruces y dolores que nos atormentan interiormente. Ya saben que sin dolor no salimos adelante. Los que ya hemos avanzado en años advertimos que ahora es mayor nuestra soledad. Antes nada pasaba sin nosotros, pero hoy… ¡Exactamente lo que yo quería!

¿Comprenden cuánta sabiduría de vida subyace en esta actitud? Se trata de la sabiduría de vida de los hijos de la Providencia. Que esta actitud se haga carne en nosotros. Saber asumir la vida significa saber asumir alegrías y dolores. (…)

Mantengan siempre en la mira este objetivo extraordinario: "Hacer objeto de nuestra alegría todo lo que nos resulte difícil". Y háganlo no sólo por motivos puramente éticos sino siempre en el marco de nuestro trato con Dios.

(Tomado de “En las manos del Padre”, Editorial Patris, Santigo/Chile, Pág. 84-88. Texto de la "Jornada para la Federación de Mujeres de Schoenstatt", 1950)

miércoles, 17 de abril de 2013

El misterioso tejido del plan de amor de Dios



Desviemos por un minuto la mirada de nosotros mismos y dirijámosla al mundo de hoy; contemplemos el caos en que se debate, observemos las situaciones que se suceden… tanto aquellas sobre las que ya hemos hablado como aquellas otras que nos esperan. Ante tal panorama cabe preguntarse si detrás de todo no hay un plan. Y no sólo un plan a secas, sino un plan de amor. ¡Qué extraña se nos antoja la pregunta! Si el mismo Dios parece ser hoy impotente ante el acontecer mundial ¿cómo plantearse que exista un plan de amor, de sabiduría, de omnipotencia divina detrás de todo?

Vuelvo a pedirles por favor que tomen con la mayor seriedad posible esta sombría pintura de la realidad. Volquemos en palabras lo que siente realmente el corazón, aquellas cosas en que el entendimiento cavila una y otra vez en las horas de soledad y de las cuales no puede apartarse.

¿No habrá un plan detrás de todo? ¿No tiene razón San Agustín al decir que desde toda la eternidad Dios ha concebido un plan que refleja su omnipotencia, su sabiduría y su amor? O, para decirlo de una manera más humana ¿no ha trazado Dios con cuidado un plan en el cual yo no soy un mero número con el cual se puede especular, ni una suerte de creatura cuya función es tapar tal o cual agujero, ni tampoco una entidad sin nombre, no pensada por nadie, menos aún por el Dios infinito? En verdad, San Agustín supo formular de manera brillante las preguntas fundamentales en torno de nuestra existencia.

No obstante San Agustín añade que evidentemente se trata de un plan misterioso. Dios no lo ha puesto desde el principio delante de los ojos de cada ser humano como quien pone un espejo frente a alguien para que éste mire en él y haga comparaciones: "Pues bien, he aquí el plan… ahora veamos cómo es la realidad, cómo se cumple el plan en la práctica". ¡No, de ninguna manera! No es así como Dios dispuso las cosas. De lo contrario todo sería muy fácil, y sabríamos con certeza cómo habría de transcurrir y concluir todo.

Hay un plan; pero un plan —agrega San Agustín, y la imagen nos es bien conocida— que se podría comparar con un tejido, con un tapiz. El tapiz tiene derecho y revés. En su revés observamos hilos que se entrecruzan desordenadamente; confusión de hilos. ¿Quién podría descubrir un diseño en ellos? Personas con sentido estético sienten desagrado al contemplarlo. Confusión de hilos. Sin embargo, al observar el derecho apreciamos un tejido maravilloso, confeccionado con gran arte; advertimos que en este tapiz se ha procedido obedeciendo a un plan brillante. Un plan de vida. El plan de mi vida ¿acaso no se ve como un tapiz? He avanzado en años y me he dado de narices muchas veces contra la pared. ¡Qué bueno sería tener el coraje de contemplar a menudo mi propia vida, mi destino! ¡Qué bueno si lograra apreciar un poco el derecho del tapiz de mi vida!

En cierta oportunidad San Pablo, a quien solemos estudiar con tanto gusto, nos dio una magnífica respuesta a estas preguntas que hoy nos acosan y abruman con persistencia: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum: «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28).

Para quienes aman a Dios, simplemente todo redunda en un bien incomparable. Aunque en la vida hayan sido arrastrados por el fango, hayan visto desgreñados sus cabellos, desgarradas sus ropas, quebrantado, golpeado y martirizado su pobre cuerpo… ellos saben, siempre, que detrás de todo hay un plan de amor, de sabiduría y de omnipotencia divinas. Les repito que esto no es algo nuevo que simplemente queremos creer. 

Al contrario, ya nos lo han dicho los maestros de espiritualidad cristiana, y nosotros, que ya cosechamos bastante experiencia en la vida, lo percibimos con claridad: una de las fuentes de felicidad más importantes en la eternidad es, junto con la visión directa de Dios, la posibilidad de contemplar retrospectivamente la historia del mundo —todos hemos vivido ya un tramo de historia— y admirar cómo se han cumplido en ella los maravillosos planes de sabiduría del Dios Eterno.

(Tomado de: "Aus dem Glauben Leben", tomo 15, Patris-Verlag, pág. 183-185. Ver „En las manos del Padre“, Editorial Patris, Santiago/Chile, 1999)

miércoles, 10 de abril de 2013

Participación en la vida gloriosa de Cristo



Tratemos de celebrar la pascua de este año integrando lo que nos recomienda la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium. Ella se refiere a la fiesta de la pascua llamándola el "misterio de la pascua". Hoy nos abocaremos a esbozar en líneas generales la concepción de liturgia que nos propone esta constitución emanada del santo concilio.

Para ello hay que abrirla y leerla. Y ya en la primera página nos encontramos con sugerencias muy claras y reveladoras. Se nos recuerda, por ejemplo, que Cristo, el Señor, ha cumplido, a través del misterio de la pascua, la obra redentora del género humano y de la perfectísima glorificación del Padre. Luego nos habla sobre qué significa exactamente el misterio pascual: Cristo, el Señor, realizó esta obra de la redención humana principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Y unas líneas más abajo repite la misma idea: con su muerte y resurrección, Cristo nos libró del poder de Satanás y nos condujo al reino del Padre. Vale decir que aquí no se hace referencia sólo a la pasión sino también a la resurrección y, con ello, a la glorificación de Cristo.

Se trata, pues, de dos hechos de la redención; de dos, no de uno… No las consideremos como dos realidades simplemente yuxtapuestas y sin conexión entre sí, sino integrando una unidad indisoluble, una "bi-unidad". El proceso de la redención descansa sobre esta santa e indisoluble bi-unidad. De ahí que, en nuestra vida cotidiana, en nuestra vivencia religiosa e, incluso, en las clases de religión, no sólo hay que referirse al misterio de la pasión sino al misterio de la gloria del Señor. Enfoquemos, enseñemos y vivamos ambas realidades a la vez: la teología, la ascética y la pedagogía de la cruz y de la pasión simultáneamente con la teología, la ascética y la pedagogía de su bienaventurada resurrección. Dicho con mayor precisión y, por favor, ténganlo muy en cuenta, no enfoquemos, enseñemos ni vivamos una resurrección que se reduzca sólo a aquella que se producirá hacia el final de nuestra vida. Sí; en aquel día tendrá lugar una perfecta resurrección, por la cual también el cuerpo será asociado a la gloria del Señor resucitado. Pero no olvidemos que ya aquí y ahora, en la tierra, participamos de la vida del Señor glorificado.

Detengámonos un poco en este punto y meditemos sobre nuestra vida concreta. ¿Qué acentos tuvo la piedad aprendida de nuestros padres y abuelos? Hay que admitir con total sinceridad que ese estilo y mentalidad tradicionales giran casi exclusivamente en torno a la cruz. Se hacía hincapié no tanto en una explícita teología de la gloria sino, sobre todo, una teología de la cruz. Se nos presentaba una cruz tan despojada y austera como la que suele colgar en nuestras casas, en nuestras habitaciones. De esa cruz no parece desprenderse ningún destello de gloria. Pero, a la luz de la liturgia, nuestra visión de la obra de la redención tendría que ser muy distinta tal como nos la muestra la constitución Sacrosanctum Concilium

Modelo para nuestra vida no es únicamente la cruz, la pasión de Jesús, sino también su gloriosa resurrección. Al considerar el misterio de la resurrección, no pensemos sólo en que algún día resucitaremos gloriosos sino que ambas realidades, tanto la resurrección como la cruz del Señor, son causa de nuestra redención, de nuestra participación, aquí y ahora, en la vida de dolor, de cruz y de gloria de Jesucristo.

Por eso la constitución Sacrosanctum Concilium nos recuerda que por el bautismo se nos injerta en el misterio pascual en su totalidad: morimos con Cristo, somos sepultados con Cristo y resucitamos con Cristo. No sólo se nos introduce en una misteriosa participación en la pasión sino, al mismo tiempo, en la resurrección y gloria de Jesús. No consideremos a la Pascua únicamente como un recuerdo o rememoración, tal como veníamos haciéndolo hasta ahora. Naturalmente es también una rememoración; es la prueba de la divinidad del Señor y del cristianismo; es el firme cimiento de nuestra fe en Cristo. Pero no olvidemos ahondar más aún en ella y asumirla como un misterio, como un proceso de vida que se hace realidad en nosotros en virtud del bautismo. El bautismo es también imagen del misterio pascual.

Pero lo más importante: la constitución Sacrosanctum Concilium nos advierte con claridad que, cuando pongamos nuestros pensamientos en la resurrección y la gloria, no pensemos solamente en el final de nuestra vida. Al final de nuestro peregrinar por este mundo también nuestro cuerpo participará de la glorificación. Sin embargo, ya aquí en la tierra, podemos participar espiritualmente de la vida de Cristo glorificado; más aún, debemos hacerlo. Tenemos el programa y la tarea de ir desplegando ya aquí, y de manera perfecta, todo lo que entraña esa participación en la vida de Cristo glorificado.

Hilemos un poco más fino en este punto. Los teólogos nos dicen que, después de la muerte, nuestro cuerpo glorioso tendrá las cualidades del cuerpo glorioso del Señor. Por otra parte, las cualidades del cuerpo glorioso del Señor nos dan una vislumbre de las cualidades que recibe nuestra alma gloriosa en virtud del bautismo y la participación en el misterio pascual.

(Tomado de: "Homilía para la comunidad alemana de la parroquia de San Miguel", Milwaukee, 18 de Abril de 1965. Publicado en el libro "Cristo es mi vida" de José Kentenich, Editorial Patris, Santiago de Chile, Págs. 92 y siguientes)

miércoles, 3 de abril de 2013

Una Iglesia que exige decisión personal


(Después de la elección del nuevo Papa, Francisco I, seguimos trayendo a la consideración de los lectores del Blog algunas reflexiones del Padre Kentenich (de los años 1965-1968) sobre la Iglesia después del último Concilio. Hoy concluimos la publicación de los textos que iniciamos el miércoles, 13 de febrero de 2013.)


Una Iglesia que exige decisión personal

Desde el momento en que lo religioso actualmente está tan venido a menos y que en el mundo domina una escala de valores que mantiene siempre al hombre en la esfera de lo puramente natural, resulta evidente lo que la Iglesia hoy en día exige: la capacidad de decidir personalmente y de poder "nadar contra la corriente". Es decir, decisión propia en contraposición con nuestro ambiente; autodecisión a fin de vencer la sugestión de la masa. Decisión personal, de modo tal que el obispo de Maguncia, que citamos anteriormente, ha dicho una verdad: "El concilio le ha hecho difícil ser católico al católico actual".

¿Por qué se lo ha hecho difícil? Porque, de hecho, han sido suprimidas muchas obligaciones externas y esto la Iglesia lo sabe. De allí que no podamos esperar ser llevados por una atmósfera. Propiamente se trata que nosotros mismos creemos una atmósfera y que, a través de la decisión personal y de la aplicación de toda nuestra capacidad de realización de lo que hayamos decidido, logremos que esa atmósfera impregne nuestro ambiente.

Sin embargo, esto no debe ser acentuado orgánicamente. Trabajamos con el "y-y", es decir, con acentuaciones. Por eso creemos, de todas maneras, que cada miembro de la Familia debe contar con un apoyo seguro.

¿Cuál es ese apoyo? En primer lugar, el de una comunidad de carácter religioso. Es utópico pensar que vamos a ser capaces de estar aislados, como un roble frente a la oposición del ambiente que nos rodea. Por cierto que debemos prepararnos para que algún día llegue el momento en que realmente podamos estar así; cuando nuestro contacto con otras personas no sea posible (…). Sin embargo, mientras sea posible, tenemos que aspirar a estar enraizados, casi "físicamente", palpablemente, en una comunidad que posea un alto grado de vida de fe. Si no lo logramos, nos faltará algo esencial (…). 
En segundo lugar, la persona debe contar con el apoyo que da el poseer una visión doctrinal clara (…). ¿Dónde existe todavía claridad en el saber religioso? (…). Es preciso aprender a pensar con claridad, saber atenerse a determinadas líneas claras (…). Poseer un pensar autónomo (…). 
Y, en tercer lugar, lo que necesitamos son personas que encarnen el ideal en forma palpable.