miércoles, 4 de diciembre de 2013

María Inmaculada

Una gran señal apareció en el cielo (Ap 12,1)

"Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol,
con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" 
(Ap 12,1).

Retrocedamos cientos de años, al cristianismo primitivo. Encontramos a San Juan, el discípulo amado del Señor, el gran obispo y confesor. Se halla desterrado, en la isla de Patmos. Su mirada aguda escudriña la inmensidad del mar. Repentinamente ve un cuadro maravilloso. Delante de él está una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Su alma es presa de silenciosa admiración. Nos ponemos al lado del apóstol para acoger en nosotros cada uno de los rasgos de la bendita entre las mujeres, de la Inmaculada Concepción, de la Virgen de las vírgenes.

La Santísima Virgen está vestida del sol. ¿Quién es el sol? Es Cristo, el gran rey: la luz. Quien se expone mucho a la luz, se transforma en luz. En cuanto Cristo es la luz, María santísima es, legítimamente, la portadora de la luz, la reina de la luz.

Ella quisiera irradiar todo lo que el Dios infinito le dio. Es hija del sol, es portadora de Cristo, porque de modo femenino, en cuanto humanamente es posible, personificó a Cristo con todas sus magnificencias.
Nosotros también debemos ser portadores del sol. Llevamos el sol en nosotros. El sol es Cristo… Nuestro ideal es recorrer el tiempo actual como portadores del sol.

La Inmaculada pisa la luna. La luna es signo de la volubilidad, de la inconstancia. La Madre de Dios está por encima de esos defectos, porque está arraigada y fundamentada en Dios, en las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad.

"¡Con la luna bajo sus pies!" En María santísima no se dio la inconstancia, la inseguridad de nuestro ser, que nos provoca tanto sufrimiento… Ella es como una creatura de otro mundo. Es la imagen ideal de nuestro ser humano. Personifica lo que anhelamos fervientemente en momentos de silencio, tanto más cuanta más edad tenemos.

También en virtud de su vida de amor tan plena, María la Inmaculada, se yergue, grande y noble, pisando la luna. Amó intensamente al Redentor, hijo suyo, esposo también de su alma; lo amó no solo de palabra, no sólo afectivamente, sino con obras. Lo siguió paso a paso en su peregrinar, lo acompañó en todas las estaciones del Vía Crucis hasta el Calvario.

En su cabeza lleva una corona de estrellas. Son las estrellas de sus virtudes, de las virtudes teologales y morales… Ella siempre se orientó por las estrellas… Nosotros también debemos hacerlo, tenemos que tener ideales, ideales grandes que iluminen nuestra vida.

"¿Quien es esta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla?" (Ct. 9).

"Bella como la luna…" La luna es portadora de luz. La Madre de Dios quiere ser portadora de la luz y lo es. Ella refleja la luz que recibió de Cristo, tal como la luna refleja la luz del sol. Ella es portadora de la luz, portadora de las magnificencias que, de forma extraordinaria, están encarnadas en la persona de Jesucristo. ¿Y nosotros? Tenemos que acoger sus magnificencias y hacer que brillen a través de nosotros.

"Refulgente como el sol…" La Madre de Dios fue elegida por Dios para una tarea extraordinaria y singular. Lo que realizó en su vida, es único por su grandeza. No es sólo portadora de Cristo, ella también lo dio a la luz y nos lo entregó.

"Majestuosa como un ejército en orden de batalla…" ¡Qué fuerte suena precisamente esta expresión hoy en día, cuando la influencia diabólica es tan operante que hace necesaria una movilización de las fuerzas contrarias! ¿Y quién es la persona llamada a aplastarle la cabeza a la serpiente? Lo sabemos; es ella, la "temible… como un ejército en orden de batalla". 
Y una vez más es la imagen de la Inmaculada la que se nos presenta. Ella, con un leve movimiento le pisa al demonio la cabeza. Esa es también nuestra tarea. Debemos colaborar con ella superando en nosotros mismos la influencia diabólica. Es la gran misión que tenemos. Y en cuanto la Madre de Dios esté con nosotros, seremos "temibles como un ejército en orden de batalla".

Ojalá que la expresión "Bella como la luna, refulgente como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla", nunca pierda su vigor en nuestro espíritu. Que quien nos vea, donde sea que estemos o actuemos, encuentre en nuestra persona, en todo nuestro ser, una indicación hacia la persona, el ser y la misión de la bendita entre las mujeres.

"Ella te pisará la cabeza…" (Gen 3,15).
Es el gran signo que se alza en el umbral de la historia de la humanidad. Un ser humano, un ser femenino pisará esta tierra con sus pies puros y traerá en sí misma una parte del paraíso perdido: la Madre de Dios. Ella no será tocada por la serpiente; al contrario, con sus pies puros de Madre y de Virgen aplastará la cabeza de la serpiente infernal. Es el gran signo que se alza en el umbral de la historia de la humanidad.

"Dios te salve, María…" (Lc 1,28)

¡La imagen de la Madre de Dios está allí en el umbral de la historia de la cristiandad! Pero antes debe verse la aurora. Estando de rodillas ante la imagen de la Madre de Dios, medito en silencio el saludo del ángel a María. Entonces comprendo cada vez mejor el gran signo que está en el umbral de la historia de la cristiandad. Ave, María, gratia plena. Dominus tecum. "Dios te salve, María, llena eres de gracia. El señor está contigo" (Lc 1,28). Cada una de esas palabras me llega al alma. En mi espíritu surge una imagen que responde a todos mis anhelos. Ave, María, gratia plena, Dominus tecum.

(Tomado de "María, signo de Luz", Padre José Kentenich, Ed. Claretiana, Bs. Aires, 1980)

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